jueves, 22 de diciembre de 2011

A veces me siento como...



(Banda sonora del escrito, NECESARIA para leerlo; el gran Wynton Marsalis, tocando Sometimes I feel like a motherless child).

    Acordes de lágrimas caminan… Lentos. Alargados. Soñolientos. Pesados y levemente libres, levemente tristes, viviendo con la inmortal levedad del existir. Hasta que vuela sobre un niño una trompeta para mostrar su dolor. Antes de que lleguen las absurdas tonterías del adulto viene una trompeta dorada y negra para mostrar el dolor. Con sonidos simples pero cargados de magia. Y las flautas y los metales modulan como modula el alma del niño sin madre, que hoy es un adulto sin magia, sin aquel juego. Y yo, desprovisto también me empapo de esta melodía. Y se me cae una lágrima. Sin ti y sin nadie. Sin ti y sin sueño y sin otro y sin otra y sin piel suave, se me cae una lágrima que empapa mi camiseta, sucia del mundo de afuera. Y con la escama de mi piel frotándose con estas melodías que me curan el alma, a pesar de tener el pecho doliente del tabaco y del humo que se desprende de la campana de la trompeta que suena. Con su corretear, corretear lento y simple por cuatro o cinco notas… Pero que me llenan y que hacen estremecerse al niño que llevo siempre al lado. El niño se siente desolado. Como este vibratto. Como este piano. Como ese acorde que sostiene pero que parece no estar. Así, con un sostenuto  dejando que llegue el cambio. Poco a poco… Una pausa. Un grito sordo sin sordina ni tiempo… Una pausa. Una pausa… Secando las lágrimas como si fueran sueños. Esperar. Esperar algo de algo…
    Dejando que los acordes modulen y traigan algo más, algo más de emoción al escorpión del día a día. Poco a poco. Poco a poco. Que lleguen las emociones y las desilusiones y las tristes alegrías y las vacuas felicidades. Pero que llegue algo que haga girar al corazón sin viento. Con más sexy de un sonido que sube y sube como un niño que vuela hacia la montaña rusa de esta nada que nos acoge y nos machaca, pero que suena y vibra y se deja sentir siempre. Sonidos agudos y graves problemas. Así. Saboreando la sal de los ojos de un niño. Un niño sin nada. Un niño en tanto vacío adulto. Un niño en tanta inútil posesión, en tanta pena… Cuando gritan y gritan los sueños y se oye y se oye el intrépido gritar de la nada, que es un precipicio donde estamos todos. Donde estamos todos así. Con un niño cogiéndonos de la mano mientras él grita y nosotros no sabemos nada de ese grito porque sólo escuchamos el bullicio de la rutina, el bullicio de nuestras posesiones, el bullicio del vacío que nos ata a todo cuanto no conserva magia. Y entonces, cuando grita esta trompeta y cuando los acordes gritan con ella, recuerdo de una vez por todas que tengo un niño o una niña al lado acompañándome y entendiendo la magia que ya no tengo, pero que ahora necesita jugar. Necesita tener la Madre que es el juego que aquí llevo. En el alma y en mi lágrima. Entonces me siento a jugar o a llorar con ese niño. Porque soy yo. Y porque está desolado. Y con ganas de gritar. Y escucho a la trompeta silenciándose. Y me escucho, y me escucho por fin, recuperando algo de ese algo que se me perdió por el camino…  




martes, 20 de diciembre de 2011

La mujer de la ventana

                                   (Banda Sonora del relato del compositor italiano Ludovico Einaudi).

    La mujer que mira a la ventana canta siempre cuando los primeros rayos del sol entran por la ventana; canta después de hacer el amor y en la ducha mientras juega con su cuerpo. Bueno, en ese último caso el tarareo se mezcla con leves y pequeños gemidos que se aúnan con el agua caliente y que va dejando rastros de pequeñas gotas, como si esas gotas como pequeñas lapas fueran el deseo eterno de algún hombre (o de alguna mujer). Pero tras ello, ella siempre vuelve y canta frente a la ventana. Como una Enma Bobary, en la ventana. Será por esa extraña forma que toman las cosas, las añoranzas y los recuerdos muertos vistos desde una ventana. Será por ver a la ciudad moverse como un pájaro migrando a algún lugar que aún no conocemos. Será por eso.
    Entre una extraña luz de atardecer grisáceo a la par que enrarecido por tímidos rayos del sol, la mujer de la ventana mira a un horizonte como si fuera esa actriz que sabe que está actuando. Mira como una búsqueda y como un juego que se sabe divertido; como una escultura que se mira en un espejo y ve lo que todo el mundo sabe: que es tan bella y simple al mismo tiempo, que es desnuda e intocable. Con los brazos medio caídos, el pelo castaño enrubiado por el cítrico y menguado rayo de sol, mira por la ventana. Como si ese fuera su único cometido. Como si la Historia entera se detuviera durante un instante para mirarla sólo a ella, como si a ella eso le pareciera un juego, una sonrisa, una mueca de eternidad; entonces llega un deseo: el deseo de la Historia de acariciar la piel suave de la mujer de la ventana; pero no lo hace porque la Historia sabe que es muy torpe y acabaría estropeándolo, acabaría llegando sangre al río de placer de esa mujer perfectamente imperfecta, imperfectamente inigualable…

(Cuadro de Edward Hopper)
    Ya nada ocurre en la ventana si no está ella. Ya la Historia se va a la basura como un papel arrugado si ella falta, si ella no mira por la ventana. Es como la esperanza huída de la caja que guardó Pandora, es como si ella misma fuera Pandora y como si su mirar por la ventana fuera la propia esperanza. Es como si tú y yo no fuéramos nada sin ella. Y cuando vuelve a su silla y la crudeza helada de la habitación se alegra y entonces todo recobra su luz y su abrazo, entonces el frío se acuna plácido en el regazo de una caja que es el mundo entero, y entonces el frío y la distancia no son nada porque la habitación ahora es la ventana que la mira a ella mirar por la ventana…
    ¿Pero de dónde viene ese bosquejo de sonrisa que se le va dibujando muy lentamente en el rostro al mirar por la ventana? ¿Por qué será? Yo no sé por qué. Pero es un espectáculo ver cómo le cambia el gesto nada más sentarse en esa silla, en esa silla con aspecto impávido y helado, y ver también entonces cómo con su sola sonrisa la habitación se caldea de nuevo (en un ir y venir de ciclos amorosos y geniales que querrían ser para siempre), la habitación le da un abrazo a esa lenta y juguetona mueca y entonces, la habitación (ni su silla ni la mesa ni las paredes) ya no es fría; todo lo contrario, la habitación ahora palpita con fuerza. Con una extraña presencia de color rojo anaranjado la habitación se postra ante ella. Y observa mirar a la mujer. La mujer de la ventana. Con sus cabellos mirando a un horizonte sin pasión con una pasión indestructible.  La mujer de la ventana.
    La mujer de la ventana se sonríe. Me ha confesado al oído, después de leer esto, que sonreía porque siempre supo que yo la observaba. Siempre supo que intentaba escribir un poema que acababa siendo sólo un papel más en la basura. Me ha confesado que siempre supo que yo estaba ahí, pero que no podía decírmelo hasta que terminara de escribir algo.
    La mujer de la ventana a la que adoro. 

Luces

 
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