Y se levanta. Y comienza su día teniendo
que volver al terreno desierto de los deberes y de las cosas que hay que hacer
para ser un engranaje adecuado en el presente. Y camina. Un paso, dos pasos,
jadeo, cigarro. Recuperación y cigarro. El humo es como esa amiga que llegó de
noche pero que ahora, en la ciudad (donde los pasos y las miradas son como ese
vacío al que algunos llaman Dios), se esfuma por el aire con efímeras y
fantasmales esculturas que llegan a otra persona con el olor de ese vacío. Y
dialoga sin decir demasiado, sin escuchar a penas nada. A penas nada. En ese
noviembre que es un desierto de hojas secas y de arenas donde caminan
escorpiones. Escorpiones negros como el olvido, más injusto que la muerte.
Y sentado en ese lugar en el que la arena fría por donde andan
escorpiones y el café humea cálido como el crujido de la leña en el fuego,
escucha. Más bien oye. Oye a sus compañeros. En una cafetería atestada de los
cerebros que son, por lo visto, el futuro de alguna cosa que se suele llamar
presente. Pero sólo oye. Asiente. Disiente sin discusión. Piensa en las hojas
secas del otoño y en la arena fría y en la luna, ardiente sol de las sombras en
las que caminó por la noche. Aullando penas al aire. Adquiriendo una paz no
buscada pero necesitada. Para dormir y escapar. Para escapar de esta tierra de
deberes y obligaciones y engranajes. Se detiene y sigue oyendo; mira a su
alrededor: un paisaje de gente que camina, habla, sonríe, ríe y toca la
superficie de la profundidad de un mundo que se muere en ese falso sol, que no
es el de las sombras.
Ahí sentado. Sin un cielo al que mirar. Sin
un sueño ni una paz que conseguir. Un lobo que no aúlla. Un lobo sin un búho
escuchante y observador. Un lobo muriendo por el ataque del veneno lento del
escorpión de la rutina…
1 Comentarios:
Conozco bien a ese lobo, aguijoneado por ese escorpión de la rutina...
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