Darren
Aronofsky se ha confirmado definitivamente como uno de los directores más
originales y capaces a la hora de imprimir un ritmo incesante a sus películas.
Antes de que llegara Cisne Negro sus
películas gozaban de unos potentes recursos visuales y sonoros, una efectiva
creación de atmósfera envolvente casi enfermiza, pero sin embargo, casi nunca
conseguía crear un todo análogo en el que ese caos de imágenes dinámicas y
sombrías se desarrollara.
Pues
bien, en este filme ese todo habita precisamente en la cabeza y en el cuerpo de
su protagonista, en la heroína de Aronofsky en la película: Nina (dulce y
oscura Natalie Portman que hace el papel de su carrera manteniéndose en todo
momento brillante). No importa que el coreógrafo (Vincent Cassel) repita
constantemente la obviedad de que Nina necesita descubrir su lado oscuro para
conseguir desprenderse del afable cisne blanco; ni tampoco importan las mujeres
que exaltan (Mila Kunis: su férrea competidora) o reprimen (Bárbara Hershey: su
resentida madre) la sexualidad de la protagonista, sino que lo verdaderamente
capital es la transformación de Nina desde la mente de la propia Nina,
personaje inmejorablemente trazado por Natalie Portman, gracias a la cuál
entendemos todas sus enfermizas emociones en el camino hacia el temeroso cisne
negro. Así, Natalie Portman nos guía hacia un final tan ilógico para muchos
como artístico para otros. Pero eso sí, es casi imposible que una actriz
transmita mejor la tensión y la obsesión de su personaje, haciendo creíble las sangrientas
heridas, la masturbación entre peluches , los frenéticos pasos de baile de su
personaje o un violento cuadro psicótico, promovido por un mundo en el que impera
la competición, lo diáfano y lo negro sobre lo blanco.
En
este viaje cinematográfico no importa demasiado la lógica y el entendimiento de
las acciones. Aronofsky contempla el mundo de la danza desde el dolor interno, desde
la psicología, el terror, la intriga y por supuesto, desde la belleza. De esta
manera, los posibles fallos o discordancias argumentativas que pueda tener la
película se encuentran totalmente sumergidos en la obsesión de Nina, forman parte
de su mente y de su sueño, el cual culmina en una preciosa escenificación de El lago de los cisnes que realmente
encoge, atrapa y emociona, con un final tan terrorífico como bello. Así pues, en
esa dualidad que se maneja en el filme, desde el vestuario o el maquillaje,
pasando por una técnica un tanto efectista (y sangrienta) pero impecable, hasta
los bastidores más recónditos del mundo del ballet, Cisne negro es una historia que deslumbra, que confunde, que no
deja de moverse, pero que muy probablemente permanecerá –para bien o para mal-
en la memoria de muchos como una gran obra (de arte o de paranoia).
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